Me gusta la música, pero tengo un problema con ella: no quiero que me haga más sabio, prefiero que me haga más feliz.
“Una extraña palabra ha aparecido en el mundo de la música popular y se está poniendo de moda. Se trata de la palabra jazz, usada principalmente como un adjetivo descriptivo de una banda. El grupo, que toca para bailar, está compuesto por negros que parece que están infectados por un virus que se contagian los unos a los otros. Ellos se mueven, saltan y se retuercen de modo y manera que parece sugerir una vuelta a las maneras medievales”
(The New York Sun - 1917)
La venerable cita del vetusto periódico neoyorquino cargada de prejuicios racistas y de atrabiliaria moralidad victoriana quizá no haya perdido del todo actualidad. Estamos en el 2012 y han pasado miles de cosas desde aquellas postrimerías de la Primera Guerra Mundial, pero a mi forma de entender, seguimos estableciendo una barrera inconsciente entre música respetable y música que no lo es.
Lo más curioso del caso es que ocurre en el territorio donde menos podría esperarse. En el mismo territorio donde los bienpensantes cuidadanos de raza blanca consideraban que residía una ominosa sucursal del infierno: en el jazz.
La historia del jazz es como la clásica historia del hombre hecho a si mismo. Esos casos que todos conocemos o de los que hemos oído hablar: el conserje que llega a presidente de un banco, el vendedor de periódicos que llega a presidente americano o el chico de recados de la tienda que se convierte en el dueño del mayor emporio textil del planeta. Desde los lupanares de Basin Street animando al sexo a los clientes, pasando por los locales de lujo hortera propiedad de los gangs de Nueva York y Chicago, luego por los tugurios de la calle 42 hasta convertirse hoy en música de conservatorios elitistas y de grandes salas de conciertos.
La búsqueda de la respetabilidad prevaleció, por ejemplo, cuando aquellos jóvenes leones del bebop se refugiaban en los garitos de Harlem para quitarse el traje de etiqueta de la big band y tocar la música que les venía de dentro. Si el swing era baile, ellos rechazaban -al menos al principio- el baile. Si el swing era alegría, quizás estereotipada alegría, ellos necesitaban algo más serio, más profundo y la alegría nunca suena profunda.
Desde entonces hasta ahora, un tiempo el actual en que muchos asisten con el mismo tono reverencial a un concierto de jazz como a una exposición de pintura impresionista o a una sonata de Penderecki.
Toda esta perorata viene a cuento de que estos días he asistido a dos conciertos de jazz.
El primero estaba protagonizado por el cuarteto actual del Wayne Shorter que como sabéis muchos, está formado por un elenco de estrellas: Danilo Pérez, John Patitucci y Brain Blade. Un grupo excelente y aunque Shorter, a sus 79 años, ya no es lo que era, aún tiene técnica suficiente como para encandilar a un público previamente encandilado ante la posibilidad de poderle ver en directo. Un clásico concierto de all stars en una ciudad no excesivamente importante lo cual suele traducirse en cierta desgana. En este caso, la música sonaba fría -no confundir con cool-, los temas eran largos y sinuosos e importaba más las destrezas improvisatorias de cada músico que la continuidad de una línea melódica. Era una especie de carrera de relevos donde los breaks se iban sucediendo instrumentista a instrumentista, mientras el protagonista principal en el escenario reducía al máximo el fraseo en beneficio de la potencia de sus dos saxos en los que, sin duda, sigue siendo un maestro. No estoy hablando de un concierto malo, me refiero a un concierto de gente que conociendo el territorio en que se mueven, se esfuerzan solo lo suficiente como para conseguir unos mínimos resultados. Ni una nota más.
Al día siguiente, en otro marco, actuó Kenny Garrett con su grupo actual donde no habiendo un elenco de estrellas con las que repartir juego, suena todo -según mi punto de vista- más compacto y con más sentido. Garrett, como Shorter, toca el saxo en dos versiones -soprano y alto- y se acompaña por la habitual sección ritmica, más un excelente percusionista, Rudy Bird. Su música es intensa, caliente, saturada de toques latinos. Poderosa y radicalmente alegre. Funkie de cabo a rabo.
Al salir del concierto de Shorter y su maravilloso grupo de rutilantes estrellas me sentí un poco más sabio. Al salir del concierto de Garrett me sentí mucho más feliz.
Claro, también es cierto que Kenny nos tuvo 15 minutos palmeando y bailando con este tema que bautizó en el 2002 con un título de lo más apropiado: Happy People.
Aqui os dejo la segunda parte ya que todavía no ha acabado. Seguro que podría seguir ininterrumpidamente. Ojalá esa plenitud que todos anhelamos fuera semejante a esta música feliz.